Un año y dos meses.

Yo, que iba a ir solo en verano. Yo, que no creía que estaba tan enferma como para tener que ingresar. Yo, que no iba a poder confiar y abrirme en grupo. Yo, que temblaba con el hecho de tener que enfrentar comidas y reposos con más gente. Yo, que sin llegar a ser consciente del todo me salvé la vida dejándome ayudar.

En julio de 2021 entró una chica de 25 años que sentía que se había quedado estancada en los 16 y le dolía hasta el aire que le rozaba. Esa chica no se daba el permiso de que le vieran mal, ni si quiera en un Hospital. Tenía que hacerlo bien porque había sido su decisión ingresar y, por tanto, no podía ser de otra manera. Para esa chica aceptar el hecho de que sola no podía y tenía que estar muchas horas trabajando en ella misma y en todo aquello que le paralizaba de miedo desde hacía años era un fracaso. Otro más para su lista. Otro más por lo que castigarse y criticarse hasta quedar exhausta.

Sonreía en el Hospital, sonreía delante de sus padres, sonreía cuando hablaba con sus amigas y lloraba por las noches en la soledad que por fin llegaba arropándola y dejándola ser quien era en realidad.

“No tienes que ser la paciente perfecta”. Aún me tengo que recordar a veces esa frase que me dijeron al principio y a partir de la cual me dejé ser tal y como era, expresando lo que sentía obviando el temor de mostrar mi vulnerabilidad y que eso provocara que pudieran hacer con ella lo que quisieran.

En este año en un Hospital de Día he aprendido que esa vulnerabilidad me hace ser real. Me permite expresar y dejar que me abracen en medio de un huracán, sintiéndome protegida y cobijada del viento que siempre he sentido doloroso.

He aprendido a ponerme como prioridad, a elegirme a mí por encima de todos y a poner por delante todo aquello que me hace bien o me conviene antes que aquello que prefieren los demás. Estoy aprendiendo a poner los límites que establecen la separación entre lo que se puede o no cruzar pensando en mi bienestar. Es una línea borrosa pero cada vez que consigo hacerlo se marca de un rojo intenso como las rosas en primavera en el jardín de mi casa.

He aprendido del dolor del otro. Estoy aprendiendo a no hacerlo mío.  Necesito seguir aprendiendo a no hacerlo mío para poder concentrarme en lo que me duele a mí y en consecuencia dejar de evitarlo y mirarlo a los ojos para decirle: “voy a dejar de tenerte miedo, estoy aquí. No me distraigas, voy a seguir aquí.”

He aprendido que todo el trabajo con los profesionales no es cuestión de suerte. Basta de achacar el éxito a los demás y el fracaso a mí misma. Basta de ser injusta y no reconocerme las cosas. He avanzado y mejorado gracias a los profesionales, pero sobre todo gracias a mí. Cuando la terapia funciona con todos los profesionales no es suerte. Es trabajo y esfuerzo. Es confianza y lágrimas. Es apoyarme cuando siento que desfallezco, pero levantarme sola sabiendo que me están acompañando en el camino y seguir. Siempre seguir.

He aprendido a hablar en grupo. A opinar desde el cuidado y a abrazar en silencio cuando no sabía que decir. He aprendido a confiar en el de enfrente. He aprendido a abrirme el pecho y dejar que miren dentro, que toquen, que acaricien e incluso a veces, que me roben cosas y aun así, he aprendido a seguir confiando en los demás y a pensar que no todos me van a hacer lo mismo.

He aprendido a ser paciente y esperar algo que no sabía bien que era pero que me decían que llegaría. He aprendido que el cerebro desnutrido no funciona bien. He aprendido a reconocer la enfermedad en la voz del otro y me he sorprendido a mí misma prometiéndome que yo no tendré esa voz más.

He aprendido que soy alguien a quien se puede querer. He aprendido a que me cuiden y a dejarme cuidar, a dejarme ser, a dejarme sentir, a dejarme en paz y no criticarme por todo.

De repente un día me di cuenta de que podía decir mi enfermedad en voz alta. Me costó más de un año poder decir que tengo anorexia. Y ahora sé que lo que no se nombra no existe, pero es que esto existe y necesito ponerle nombre para dejarlo atrás. He aprendido que no quiero estar enferma, que nunca fue mi identidad sino una sombra que no me dejaba ver la luz que había más allá y en la que me sentía segura. Los ojos siempre se acostumbran a la oscuridad cuando llevan un tiempo en ella. Y estaba bien o creía que lo estaba, pero ahora que he visto lo que hay fuera de ahí no quiero que sea mi zona de confort nunca más. Ahora me escucho reconocer mis logros y hablar bien de mí. Me veo disfrutando un rayo de sol o un recital de poesía y abrazando a la niña a la que hice sufrir sin que se lo mereciera.

Me escucho decir en voz alta que estoy mejor, que no tengo mucho que ver con la chica que entró siendo más enfermedad que chica y explico como intento hacer las cosas bien y me lo reconozco, me abrazo y me lo repito: la vida no es negociable. Elegir no recuperarse nunca va a ser una opción. Parar, respirar y centrarte en curar siempre debe ser tu prioridad a pesar de que durante años no lo hayas sentido así, si te lo repites en algún momento te lo creerás.

He estado muerta durante 10 años, viviendo a medias, con miedo, odiando todo lo que hacía o pensaba, sintiéndome insuficiente. Hace un año casi me muero físicamente también y es lo que me trajo aquí.

El mayor aprendizaje que he tenido este año es que quiero y me merezco vivir. Quiero vivir y sentirlo todo. Lo bueno, lo malo, lo doloroso y lo bonito. Todo eso es mío y quiero saborearlo en su totalidad. La anestesia que he tenido en mi cuerpo durante años hace que ahora que me he despertado sienta todo con demasiada intensidad, a veces me desborda, a veces siento que me voy a ahogar, pero la diferencia es que ahora no pienso en correr de vuelta a no sentir porque no sabéis las ganas que tengo de vivir, vivir de verdad. Hace casi 10 años que llevo muerta a medias y 1 desde que casi lo hago para siempre. Estoy viva y por primera vez desde hace mucho viviendo de verdad.

Estoy viva, ese es el mejor regalo que me he dado a mí misma.

Estoy viviendo, ese es el mayor aprendizaje que he tenido en toda mi vida.